por un aplauso implosivo

Todos los días en el Reino desde que comenzó la cuarentena, sale la gente a las 20 h a su balcón, a mostrar empatía por el personal sanitario con un gran aplauso. La primera vez  que escuché el aplauso me lancé al balcón y me enteré del por qué del aplauso gracias a las vecinas de en frente, que explicaban a una familia migrante en mi edificio las causas del aplauso. Igual que mis vecinas migrantes me sentí como de otro mundo, me fui al WhatsApp y encontré la invitación en un grupo.

La segunda vez que salí a aplaudir fue porque me llegó una invitación para aplaudir por las trabajadoras del hogar y los cuidados, aproveché para gritar que agradecía sus aplausos a las trabajadoras migrantes, que tantos años han cuidado de las mayores en este Reino. La tercera vez cante en el micrófono del teléfono para enviarlo a algunos amigos, dedicando el aplauso a la migración, otra vez, y sobre todo a las personas que han quedado encerradas y que necesitan seguir caminando, porque la cuarentena irrumpió su búsqueda, y quedaron limitadas a esta ciudad obedeciendo a la única posibilidad de ser más vulnerables todavía por unas leyes que los ponen por debajo de este sistema obsoleto.



La cuarta vez no aplaudí, hice un flyer para las redes sociales que poco difundí . Nos comprometimos entre algunas compañeras de un grupo de WhatsApp a enviarnos un mensaje de voz haciendo una dedicatoria del aplauso al personal médico en Colombia. Un bonito intento por "hackear el aplauso" que animó un día de espasmo. La quinta vez que escuché el aplauso... se me olvidó salir. Estaba conversando con un volcán que tengo en casa atorado. Luego han ido llegando más días con sus erupciones volcánicasm con sus aplausos lánguidos, producidos, sentidos, dilatados... y a veces aplaudo por ella en mi cabeza. Ella sabe que este recuento no es con ella.

El 24 de abril estaba hablando por teléfono en el balcón de la casa que alquilamos Dedito y yo desde hace dos años, que ahora pagamos como tributando a un rey que no vemos. Ese día me tocó el aplauso casualmente cuando me había dejado llevar por una conversación con Maleta sobre estrategias para salir a caminar en pareja a la calle sin que te coja la policía. Guardé el teléfono y me apresuré a entrar. 

Dedito había cerrado la puerta del balcón, pensando que lo había dejado abierto y lo llamé golpeando la puerta una y otra vez. Enérgico estaba ese aplauso que se metía hasta el cuarto y no dejaba a Dedito escuchar mis grititos y mis golpes en la puerta de auxilio, que me tocó el aplauso y hoy no quiero aplaudir. Me doy la vuelta y me encuentro en diagonal con la cara de mi vecina, que producía enérgica el aplauso, que resonaba con los de en frente suyo y los de más arriba. La vecina no parece médica, ni enfermera, ni migra, ni limpiadora de hospital. Parece aplaudidora profesional, muy segura de aplaudir. Me mira por un segundo, segundo en el que la miro de vuelta y siento el impulso de hacer como que aplauso... 

Me siento incómoda y expuesta, porque he decidido no hacer nada y me quedo como embotada sin saber a donde mirar. No me sale ni el hackeo, ni la llamada, ni nada. Estoy como si me hubieran tirado a un teatro lleno de gente, y ahí estoy sin prepararme nada y me sube el pánico. Afortunadamente mis vecinos de en frente que viven justo al lado de la señora no han salido a aplaudir, pero la presencia de esta vecina es... muy presente. La presencia que llaman en las artes no muertas. Y es que lo de estar expuesta va por dentro, muy profundo, porque en el fondo una siempre siente rabia de ser juzgada por lo que hace o por lo que deja de hacer. 

La vecina ya no me mira, sigue aplaudiendo con la vista puesta en el horizonte, como mirando hacia el mismo escenario, pero vacío... trascendente. Bueno, y que al final, lo que importa es aplaudir la obra, el trabajo del equipo sanitario, me digo... y me pregunto: ¿es el aplauso un forma de cuidarlos? Si es así por favor que alguien me diga si aplauso lo abraza y dirijo mi resentimiento del aplauso a otro lado. Veo la cara de mi vecina que no me mira y pienso que después de todo podría haber fingido mi aplauso, como ya he fingido algún orgasmo, para que todo acabe de una vez. Pero no, bajo los ojos lo suficiente para no bajar la cabeza. 

¿Será el aplauso un juego de las escondidas? ¿O un juego en el que unas jugamos a no participar sin mostrar que no jugamos? Un juego en el que la vecina aplaude y no mira a nadie porque ella cuida a lo lejos. O tal vez es un juego donde hay un placer en ser público de un espectáculo: público con clase y empatía hacia el mismo público, que aplaude el espectáculo de los héroes. Aquí otra vez los héroes, los arquetipos de la guerra, los actores de una gesta trascendental que están más allá, en el campo, a distancia de la urbe, luchando por el ciudadano... ¿no es esta la narrativa de guerra? Héroes dicen en los carteles del metro, con un discurso que resuena con lo carteles en Colombia del ejército estatal en lucha con las guerrillas en los 2000. Un aplauso por la gesta militar y como público, la vecina y yo somos las vidas salvadas en la tensión del aplaudir esta narrativa higiénica, este juego que supuestamente nos salva como ciudadanas. 

En el público de este escenario o de este juego entrarían los políticos y empresarios que quieren estar en ese 0,1% de la élite que acumula el capital mundial, aplaudir con los que ya han saqueado el erario público y el dinero de la salud común, que a pesar de la crisis seguirán amasando fortuna distribuida en paraísos fiscales, a lo largo y ancho de este planeta. Aplauso. En este aplauso, marca sonora y gesto simbólico de este escenario de guerra y de crisis, se desprende como de una piel, la lacra de un sistema público debilitado por otro actor del mismo escenario, un sistema económico y político que se plantea obsoleto y la negación de la medicina interna, de la medicina implosiva, del saber cuidarnos como comunidades entre sí y en coordinación con lo que nos rodea. Pues no aplauso.

Al final, cuando el aplauso va mermando aprovecho para mirar de reojo a todos los vecinos que van regresando a sus casas y cerrando sus ventanas, desapareciendo como autómatas a su reloj de cucú. Es bonito asistir a este acto justo después del acto, cuando los que aplauden deciden que ya ha durado suficiente el aplauso, que están satisfechos y entonces se apresuran a entrar para no ser vistos mucho más tiempo. Me quedo a escuchar ese instante de silencio, como cuando te quedas en los créditos de la película y se acaba la música o cuando estás limpiando lo que quedo de la fiesta, hasta que empezó a hacer frío y ese dolorcito interno, de mi reloj cucú andino resentido, se expandió para darme calor en ese deseo intenso de querer narrar esta experiencia a alguien más. Toqué a la puerta de Dedito con tranquilidad y volví como otro pájaro auto-nómada a la casita del im-plauso, para empezar a mover el engranaje interno que me llevó siete días en producir este texto para que lo lea mi vecina.

De repente sale al escenario balcón otra mujer que grita: ¿vecina y si nos permitimos mirarnos o sentirnos de nuevo en el ruido del im-plauso? ¿Cómo nos aliamos para explotar este aplauso de adentro hacia afuera que nos espera, ese silencio después del aplauso? ¿Cómo arreglamos diferencias para explotar cuando se acaben los aplausos?




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