Un oasis en concreto


Por Laura Violeta Ospina Domínguez

Tocaba la puerta del ascensor pensando, ¿y a dónde voy? En Bogotá siempre hay mucho que hacer, pero cuando se quiere establecer una relación distinta con la ciudad, digamos, fuera de lo cotidiano, siempre está el peligro de perderse al dar el primer paso.
Pero ya lo había dado, cuando no quieres salir de tu casa te conectas a internet, pones un poco de música y el mundo se abre a tus pies, ya estás al otro lado. Pero este texto no es sobre las posibilidades de la internet, sino sobre una pegunta que me hice sobre el barrio dónde vivía, El Salitre, sobre quiénes habían estado aquí antes y porque estaba yo aquí ahora, la misma pregunta me hago después de preguntarle al conductor dónde queda Capellanía. Me contesta que me deja en la carrilera del tren y quedo en las mismas, pero confío y me siento adelante
Por la ventana el ritmo de los edificios al pasar va cambiando, cada barrio determina el suyo, por eso, puedo reconocer el ritmo regular de los conjuntos residenciales y luego caer tras el puente al son de casas de dos plantas, todavía regular, y por último al ritmo sostenido de pastizales y de la línea del ferrocarril, sostenida, infinita, - “Siga derecho por toda la carrilera”, bueno, uno arrastra sus propios límites. Derecho por la esperanza, me dije mientras veía en un mapa de Fontibón una zona verde pequeñísima, cortada en dos por la avenida.
Ésta debe ser la “Estación esperanza”, y me bajo. Llegar a Capellanía, buscar el humedal, llegar a ... si no sé a dónde voy por lo menos sé lo que busco. Cuando lo leí en la página tomé nota, nunca en toda mi vida en el barrio había escuchado de un humedal, a diez minutos de dónde vivo. Un pequeño paraíso me digo y pregunto por el lugar, pero mi trabajo de reportería se agota frente a un terrible aguacero. Entro a una tienda de tono naturalista, dos obreros toman caldo y Doña Ana, leo su nombre en la puerta, me alcanza una ponymalta.

Los chorros de agua caen frente a la puerta armando una cortina que hace borrosas las líneas de la carrilera, dentro, apenas se escucha el televisor montado sobre la esquina por el traqueteo de las gotas sobre las tejas. Se cuenta que Bogotá fue una laguna inmensa y sus restos son pequeños humedales que han ido desapareciendo con el crecimiento de la ciudad.
Ya no llueve, pero Doña no sabe nada de un humedal, me quedo mirando su delantal verde con flores y decido volver a caminar, pero esta vez pregunto a todo al que pase a mi lado por el lugar. Como todas las cosas que uno no conoce, se las imagina infinitas, cuando llega, apenas se da cuenta que está parado sobre el lodo y que la laguna ya no existe. Las personas apenas responden, la idea de un humedal cerca les suena extraña, otros apenas conocen la palabra, entornan los ojos hacía mí, y gracias. Siempre mantener la esperanza y derecho sobre la vía del tren, así una que otra idea se me cruza por la cabeza: por aquípasaba el tren, pero la gente lo dejo de utilizar, seguramente se olvidaron del humedal porque al parecer no tiene ninguna utilidad.

Pero mis energías se van desvaneciendo porque aunque ya camino por Capellanía, nada indica un humedal, apenas veo un pastizal rodeado de vacas y alambrados. Le pregunto a un paraguas negro y me dice que sabe de una caño, me lo señala con la mano: derecho. La mayoría de veces esta señal funciona, porque hacia delante nunca hay pierde, el problema es encontrarse con lo desaparecido. Solo un junco, un ave y quedo contenta. Sin embargo, Carrefour me envía a otro sitio, estoy fuera del perímetro del barrio, algo marca el principio de otra zona. Vuelvo a recoger los pasos, y las ganas se caen entre las dos líneas paralelas del tren.

Empiezo a creer que el lugar ya no existe y lo leído no ha sido renovado, seguramente prefieren no encontrarse con la realidad de tener que borrar un registro más. Hago la pregunta más técnica, aseguro que existe un humedal y no doy con él. “Toda mi vida viviendo aquí...”, lo mismo digo. Lo mejor es preguntar en las tiendas del barrio, ahí la gente se queda mirando hacia delante y a veces ve pasar el tiempo. Montallantas, Carnicería, y en la Droguería, un tipo con sorna me habla del humedal de la Conejera, “allá en Suba sí existe un humedal”. Pero me un nombre: Don Aurelio, el personaje con más tiempo en el barrio, frente a su miscelánea ha visto el tren pasar y quizá, por qué no, un gran parque que fue perdiéndose entre el concreto. Pregunto en la Miscelánea por él, está su mujer con dos mujeres cachetonas que me invitan a seguirlas porque saben que pasando la otra esquina existe un caño que solía llamarse humedal. Me señalan riéndose un hueco en la malla del caño para cruzar al otro lado, no me sorprendo que el joven de la droguería ignorara que doblando la esquina había otro ecosistema diferente al suyo, aunque hay unas garzas grandísimas el espectáculo es degradante: el caño rodea el verde y la avenida lo quiebra en dos. Las hermanas cachetonas se quejan del olor que despide el lugar en verano, me alientan a cruzar el hueco y se despiden con sorna.

Oasis

Evaristo, el vigilante del humedal me deja pasar por la malla de alambre, y me acompaña asustado cuando le digo que deseo recorrer el lugar con una cámara. Apaga su radio y agarra la escopeta, “no se le ocurra ir para llá nunca solita, no ve que hay una manno de chirretes por ese lado”.
Evaristo y los drogadictos viven en tregua, el territorio de casa uno está delimitado por el bosque de juncos, ninguno traspasa el espacio del otro y así no hay problemas. Dentro, el aire se torna puro y por primera vez en mucho tiempo siento mi nariz, aunque el ruido de la ciudad es constante hay una diferencia inmensa con lo de afuera. Evaristo parece notarlo porque su actitud es tranquila, piensa que la ciudad es un caos y que la gente prefiere vivir sin tiempo, entonces extraña el ritmo de Ibagué. Para él estos lugares andan abandonados, sabe, las autoriades no hacen mucho, de todas maneras no me permite filmar las vacas, no quiere problemas. Es un lugar que agoniza mientras la ciudad respira. El vigilante se fija en un avión, sabe que a las cinco de la tarde va a salir el Iberia y que más tarde quizá, salga uno de los grandes. Si Evaristo supiera que plantas nativas son las necesarias las plantaría todas para que el pasto no se siga comiendo el bosque de juncos.

De regreso hablo con el conductor del bus, le cuento que estudio artes, y me pregunta, “con todo respeto, ¿usted cree que Botero es artista? (...) Pero eso sí. Mucha plata si gana”. El arte a veces no da plata, pienso, los humedales tampoco, por eso están dejando de existir como espacios, por eso no tienen nombre. Siempre hablan en los medios del impacto de las grandes ciudades sobre la naturaleza, el impacto: al salir al parque de mi casa en El Salitre, a media hora del Humedal de Capellanía, un retoño aparece rodeado de una malla azul, está separado de la ciudad mientras crece pues la comunidad desea verla crecer y conservarla en poliuretano. Y finalmente recuerdo un cuento de Calvino: para el cabrero las ciudades no tienen nombre y para el ciudadano los pastizales  tampoco, es el cabrero el que termina perdido en la ciudad, buscando el pastizal. Los humedales no tienen nombre, nada que los distinga y les permita una categoría y en esta ciudad nominalista lo que no tiene nombre se olvida.

Trabajo final de "Ciudades invisibles": http://www.ciudadesinvisibles.com/
por Violeta Ospina Domínguez

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