Monólogo especular

Por Leonato Povis

La noté al principio vigorosa, esa noche definitivamnete llegaba con nuevas intenciones. Ninguno de los dos sabía cuáles eran las nuevas reglas de juego: teníamos los pies adelante y las manos atrás. Ahora más que nunca, no estaba claro quién era el que marcaba la pauta y quién seguía el ritmo. Esperé. Aunque ninguno tomaba la delantera los dos estábamos más presentes que nunca. Quedábamos en equilibrio sobre un margen infinito, nuestro territorio era un río inmenso que hasta el encuentro azaroso de esa tarde había estado a punto de secarse. A menudo, mis palabras naufragaban en las de ella, mis sentimientos caían en relatos ajenos, siempre disparándose hacia otro lado. Comencé a tener la misma sensación irreconciliable que había tenido antes de nuestra despedida. Duramos así varias horas, trazando el terreno, discutiendo en el pequeño cuarto sobre la increíble nada que queda cuándo todo parece haber terminado.

Y sin embargo allí otra vez frente a ella, sin tocarla, y ella a ratos con una sonrrisa temerosa, con sus ojos entreabiertos y llenos de complicidad. Me desnudé y ella se desnudó, me volví a vestir y ella se vistió, cada nuevo movimiento era seguido indudablemente por ella. Estaba al tanto de mis palabras y podía devolverme cualquier comentario con una sonrisa complaciente y atenta. Era capaz de hacerse ver implacable y en otro momento, feliz, estaba sincronizada con mis estados de ánimo. La comparé con un reloj de pulso: certera, infalible. Quise entender su juego, el por qué de su regreso y todas las dudas que me azotaron desde su partida. A pesar de escuchar su voz, de tenerla tan cerca, quedaba siempre una distancia extraña entre ella y yo: tan paralela, tan gemela, tan media mitad de todo mi yo y de toda ella en mí.

Me quedé quieto por un instante, hermético, quizá para tomar un poco de aire, pues hacía calor y la habitación estaba como un horno. Comencé un discurso sin sentido, quería producir alguna extrañeza en ella, algo que desatará una actitud fuera de lo común en su temperamento; tal vez, a la espera de una nueva toma de poder de ella sobre mí. Esperé durante un rato y nada sucedió, cada palabra mía parecía estar implícitamente contenida en su boca, como si sus labios dibujaran los míos. Me quedé en silencio y ella también. Siendo media noche ya no decíamos una palabra y tampoco hacíamos el amor, sólo nos mirábamos. Su rostro parecía revelar el mío, y me preguntaba si ella pensaba lo mismo, pero su aliento era frío y su mirada pétrea, parecía ser yo quién tenía el poder de animarla. La superficie especular de su rostro comenzaba a fastidiarme, la identidad entre sus gestos y los míos se hacía cada vez más evidente y ridícula, además, su capacidad de predecir cualquiera de mis impulsos por tocarla me hacían vulnerable. Un leve balbuceo percutivo salió de su boca, al rato la habitación entera estaba llena de monosílabos, y yo, por fin, rompí mi silencio para gritar la terminación de cada una de sus palabras. Su voz continuaba siendo nada, sólo reflejo casi opaco de la mía. Poco a poco la sensación de fastidio comenzó a revelarse en forma de desprecio, sentí el poder y el
deseo de amarla y luego matarla, súbitamente las mismas sensaciones relumbraron en sus ojos y su ardor se confundió con una compasión miserable. Sentí una desgracia infinita, el piso pareció desprenderse de mis pies. Tuve náuseas y ella comenzó a vomitar. Oriné y la escuché llorar.

Salimos a la terraza, dejé a un lado los deseos de asesinarla, estaba frente a mí y era todo lo necesario en ese momento. Podía ver la mitad de su rostro gracias a la iluminación de la calle, pero la otra mitad era oscura. El juego no parecía terminar, ahora su pálido semblante empezó a hacerse cada vez mas distante, una superficie opaca. Todo su rostro, en ese instante, era un tanque vacío. Pude ver sus ojos desaparecer en la gran sombra, traté de recuperar su rostro y alcé la mano hasta su mejilla, pero al levantar mi mano, tuve una sensación vertiginosa y comencé a tener náuseas de nuevo. Quise despertarme con ella de semejante pesadilla pero ya era tarde, su cara no tenía lugar, ni tiempo. Cerré los ojos y deseé la mañana, cuando los abrí, frente a mí, toda su silueta era un interior inmenso y sin salida. Prendí la lámpara por fin. Y en su rostro se dibujaron varios túneles que  comenzaron a enarbolarse, un gran racimo de cavidades se erguía ante a mí. Su cuerpo todo era un grupo de tripas y cavidades entreabiertas invitándome a entrar. Me volteé rápidamente hacia la puerta, atravesé el apartamento corriendo, bajé las escaleras como un alma en pena, su imagen seguía presente en mi sien como un hervidero de serpientes. Bajé hasta la calle, ya amanecía, y con la primera luz del alba divisé la sombra en la terraza. Me senté de cuclillas asegurándome al suelo para recuperar el aliento. Desde la calle, aquella presencia seguía en el mismo lugar, sin moverse, estable. Era un cuerpo de mujer, no había duda, desde abajo no podía ver ni tripas, ni túneles, ni serpientes; por el contrario, era ella, la misma. Me apuré a entrar de nuevo pensado que tal vez mi actitud la había confundido, que yo estaba pasando por un extraño ataque de pánico ocasionado, quizás, por el temor de perderla. Antes de abrir el portón del edificio me detuvo mi reflejo en el vidrio: una masa de tripas y anos salía de mis hombros.

Bogotá, junio de 2010.

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