Noticia de un caso



4 de junio de 2009
Bogotá

Esa mañana de jueves podía haber sido igual a cualquiera de la semana: Tom Zé, nublada, ducha de cinco minutos, lluviosa y complejo de conejo de Alicia: voy tarde. Ese día encontré una abeja en mi tinto. Estaba allí muerta y entera en el fondo de la taza, cubierta de algunos granos de café triturado y mi último sorbo. Una tinteja, qué susto.“ Y es normal”, dice mi mamá. Según ella cualquier hecho insólito se resuelve con un argumento con tono de obviedad: la abeja había quedado petrificada en el bloque de panela que habíamos calentado para endulzar el café, así de sencillo. Pero yo no dejaba de preguntarme cómo había llegado la abeja, ¿dormiría en la caña y despertaría casi machacada por el molino y por último, seducida por el olor del dulce terminaría ahogada en una paila?; y luego, ¿cómo pasó desapercibida frente al campesino que batía la panela? y en el control de calidad, ¿alguien había decidido dejar el fósil por ser inofensivo para el consumo? Mi mamá tampoco había percibido la abeja cuando el agua hirvió y su cuerpito flotó entre las burbujas, ni cuando sirvió el líquido todavía translúcido de la panela, antes de echar el café que ocultó el cuerpo. El vapor le nubló la mirada a mamá o su atención estaba en otras cosas: preparar el resto del desayuno, escribir un correo, tomar el bus a las ocho y no olvidar cerrar la puerta al salir.

Ella olvida cosas con frecuencia y yo, por esa mañana, no dejé pude evitar pensar en la muerte. Una vez ella olvidó cerrar la llave del gas, y por fortuna, alguno lo hizo antes de irnos todos a dormir. En las noticias siempre aparece algo así como “señora mata a sus hijos por fuga de gas”. No me preocupa tanto el gas ahora sino tragarme una abeja sin razón. Digerir abejas no es algo que me guste, o que esté acostumbrada a hacer conscientemente. Tal vez, ya me tragué varias abejas sin darme cuenta, abejas bien procesadas, en un estado propicio para no ser descubiertas por mi garganta acostumbrada a dejar pasar la sensación de espesura de sus patitas y la redondez de su cola.

Tampoco pude saber a que sabía, supongo que a miel. Ese tinto seguro tenía sabor a abeja, aunque a mi me supo a Tom Zé y a la voz de Julio Sánchez Cristo. Esa abeja seguro había absorbido todo el dulce de la panela por el que había muerto embriagada.

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